Catorce delicias de Stefan Zweig
La Historia, "la narradora más grande de todos los tiempos", al igual que los grandes artistas, no es genial constantemente, sino por instantes. Esos son los momentos estelares de la humanidad, según se explica en el prólogo a estas "miniaturas".
En la primera se nos presenta a un Cicerón cansado. Ya al final de su vida política, "el primer humanista del imperio romano, el maestro de la oratoria", está convencido de que la libertad colectiva no existe, sólo es posible la libertad individual. He ahí el primer gran acierto de estas interesantísimas páginas. Así las cosas, cuando Julio César regresa a Roma, Marco Tulio la abandona pese a que el emperador, aunque enemigo, se muestra respetuoso con él y no quiere matarle.
Pero tras el asesinato de César, las rencillas entre sus antiguos enemigos llevan a Roma al borde de la guerra civil y Cicerón decide regresar al foro a defender la república. Se enfrenta entonces a Antonio, el nuevo dictador con sus Filípicas, pero también a Octavio y a Lépido, a quienes apoyó anteriormente. Cuando estos tres últimos olvidan sus pendencias y se alían, el maestro de la oratoria sabe que su suerte está echada. En una primera instancia intenta huir a Sicilia, pero decide regresar y enfrentarse a la muerte estoicamente.
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La conquista de Bizancio viene a contarnos cómo la capital de imperio romano de Oriente cayó en manos del sultán de los turcos, Mehmet, por la indiferencia de Europa, aunque había jurado defenderla.
Después de un largo sitio, sólo Génova manda algunas naves con cereales para paliar el hambre de los defensores de la ciudad. Pero la alegría de los sitiados dura poco. Tras hacer llevar sus barcos por encima de una montaña, ya que una alianza con Génova no le permite atacar desde donde se encuentra su flota, Mehmet ataca el Cuerno de Oro -el puerto de Constantinopla- y acaba con la resistencia de la ciudad, entrando en ella a sangre y fuego.
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La miniatura dedicada a Núñez de Balboa, Huida hacia la inmortalidad, es una huida hacia delante plena de todo ese indigenismo que cabe esperar. Se nos presenta al conquistador como un proscrito en Castilla y un moroso en La Española -Santo Domingo-, isla de la que tiene que huir escondido en un cajón de víveres para evitar a sus acreedores. Tras tomar tierra en Panamá, su desesperada búsqueda del oro, su huida hacia delante, le lleva a ser el primer europeo que ve el Pacífico latinoamericano, o lo que es lo mismo: el primer hombre que ha contemplado los dos océanos que abarcan nuestra tierra. Ése es su momento estelar. Ni que decir tiene que para ello comete cuantas atrocidades son necesarias con los indígenas.
Su hazaña no le servirá de mucho: Francisco Pizarro le detiene en nombre del gobernador de las tierras que el mismo Núñez de Balboa conquistó, Pedrarias, quien ordenará que sea decapitado.
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La grandeza de Händel consiste en saber descubrir algo así como la fraternidad y componer El Mesías tras haber sobrevivido milagrosamente a un colapso que, según se creía, habría de dejarle paralizado. El músico está instalado en Londres y agobiado por las deudas. Habiendo visto la muerte tan de cerca, comienza a escribir su oratorio inspirado por la divinidad, dotado a la vez de una fuerza que va más allá de la natural que cabría esperar en un hombre de su corpulencia.
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El genio de una noche no es otro que el inspiró a Rouget de Lisle en la del 25 de abril de 1792 para componer La marsellesa. Lo hizo a instancias del burgomaestre del Estrasburgo, como un canto de batalla para las tropas francesas -el ejército del Rin- que habrían de combatir contra las alemanas. Los revolucionarios franceses todavía cantan ese Ça ira que nos presenta Jean Renoir en su cinta La marsellesa (1938). Rouget, "un hombre discreto, insignificante, que nunca se consideró un gran compositor", un diletante, tocado por un "genio fugaz", escribe la letra evocando las voces de preocupación sobre la inminente guerra contra Alemania que resuenan en Estrasburgo.
A la mañana siguiente, durante la primera audición del futuro himno en casa del burgomaestre, surge la magia: la nueva canción enardece a quienes la escuchan como ninguna otra. Su partitura empieza a difundirse y es así cómo llega a Marsella, donde un capitán la canta y la pieza, entonada con sinceridad y emoción por todos los ciudadanos, se convierte en lo que es ahora. Esto no impide que su autor, más afecto al Antiguo Régimen que a la República, caiga en el ostracismo, las deudas y demás miserias. Aunque el mismo Napoleón intenta ayudarle, el rechaza el favor, con lo que muere en el olvido y la pobreza.
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Otra de las enseñanzas más sabias de todo el texto es la referida a las virtudes de la burguesía -"la prudencia, la obediencia, el ahínco y la discreción"-, aquí representadas en el mariscal Grouchy, un mediocre "honrado, íntegro, recto, de confianza". Cuando el resto de sus mariscales están bajo tierra o no le quieren seguir porque llevan una plácida existencia en sus haciendas -lo que de alguna manera viene a evocarme el final de El duelo (1920) el realto de Joseph Conrad y Los duelistas (1976), las película que inspiró a Ridley Scott-, Napoleón se ve obligado a confiar en Grouchy para una maniobra decisiva en la batalla de Waterloo y le ordena que persiga al ejercito prusiano.
Pero el curso de la batalla cambia radicalmente y Grouchy, en lugar del ir a la zaga del enemigo, como se le ha ordenado, debe correr en ayuda del grueso de las tropas francesas. Así se lo aconsejan sus generales, pero él -siempre fiel a esas virtudes burguesas- sigue obedeciendo las órdenes recibidas. A consecuencia de esto, es derrotada definitivamente la Grande Armée. Esta es, a todas luces, una de las mejores piezas aquí reunidas.
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La elegía de Marienbad toma su título de uno de los más célebres poemas de Goethe y viene a contarnos cómo lo concibió el sabio al despedirse de Ulrike von Levetzow, una joven de 19 años -hija de una amiga suya- a la que pretendió en matrimonio cuando él contaba 74 otoños. Cuenta Zweig que la redacción tuvo lugar en el que coche de postas que le alejaba de Marienbad, ciudad de la muchacha en cuestión.
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El descubrimiento de El Dorado también debe incluirse entre las "miniaturas" más interesantes de la colección. J. A. Suter, su protagonista -de quien no he conseguido encontrar ninguna referencia en mis enciclopedias-, es un suizo que abandona a su mujer y a sus hijos, agobiado por las deudas y perseguido por la justicia, y parte para América. Una vez en el Nuevo Mundo, se instala en California y allí consigue crear una auténtica tierra de promisión a la que llama Nueva Helvecia. Las cosechas son maravillosas y Suter está a punto de convertirse en uno de los hombres más ricos del mundo. Sin embargo, uno de sus empleados encuentra oro en sus tierras. Aunque Suter le hace prometer que guardará el secreto del hallazgo, no tarda en correrse la voz. Desatada la fiebre del oro, todos los buscadores caen enloquecidos sobre la propiedad de Suter y acaban destrozando por completo la granja modelo fundada por el emigrante.
Suter llama entonces a su mujer y a sus hijos y vuelve a empezar en una pequeña granja. Cuando California se anexiona legalmente a los Estados Unidos, el suizo reclama sus derechos sobre El Dorado. El tribunal le reconoce como dueño de tan preciado suelo, lo que provoca un tumulto del populacho, que arrasa totalmente Nueva Helvecia. Durante los disturbios mueres los hijos de Suter, él, infatigable, convertido en un mendigo, reclamará durante 25 años justicia en los despachos de Washington.
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El momento dedicado a Dostoievski es un poema en el que se nos cuenta cómo, tras ser condenado al pelotón de fusilamiento, es indultado unos instantes antes de ser pasado por las armas. Es de las piezas que menos me ha interesado.
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La primera palabra a través del océano viene a contarnos la experiencia de Cyrus W. Field, un acaudalado financiero que, adoptando como propia la iniciativa de un inventor, pretendió unir Estados Unidos con Inglaterra tirando un cable telegráfico por el fondo del Atlántico. Tras ser aclamado como un héroe, se convierte en un villano cuando su empresa fracasa porque uno de los barcos que va tirando el cable en cuestión pierde su cabo.
El asunto cae en el olvido hasta que, al cabo de unos años y aprovechando los adelantos de un siglo -el XIX- que según Zweig fue pródigo en grandes inventos, Field vuelve a retomarlo. Entonces sí consigue tirar el cable e incluso hacer una comunicación. En esta ocasión, el fracaso se presenta cuando el cable se parte en algún lugar del fondo del mar. Será en el tercer intento cuando las dos naciones queden unidas por el hilo telegráfico.
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Escrito a modo de obra teatral, La huida hacia Dios, el momento de Tolstoi -como su propio título viene a sugerir- es el más cargante de todos los relatos aquí reunidos. Ya en el umbral de su muerte, el escritor recibe la visita de dos estudiantes que, aunque le admiran y le saben partidario de la causa del pueblo ruso, le reprochan que no se haya implicado lo suficiente en la revolución.
El novelista, que a la sazón se debate entre la contradicción que le supone ser un conde y simpatizar con los oprimidos, decide hacer un testamento. En el documento lega los derechos de autor que devenguen sus obras al pueblo ruso. Como su esposa no comparte en absoluto ese ardor fraterno, el escritor ha de redactar el documento a escondidas. Tras ello, sabiéndose ya a punto de expirar, parte a morir lejos de casa, en compañía de su hija favorita. Morirá en esa estación de tren que tanto me llamó la atención cuando tuve noticia de ella escribiendo un artículo sobre Tolstoi.
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La lucha por el Polo Sur es la del capitán Scott, un militar inglés que es consciente de pertenecer a un pueblo que ha conquistado todo el planeta. El que él se dispone a hollar es el último territorio desconocido que queda en La Tierra. Aunque la suya es una empresa que fracasa -el sueco Amundsen llega antes que él al Polo Sur-, su derrota viene a ser una victoria porque es el triunfo de la entereza, "de su valor propio y de la raza inglesa".
Ya sabiéndose a punto de morir congelado, porque se ha perdido y no sabe volver a los pequeños campamentos en los que ha ido dejando combustible para el regreso durante el viaje de ida -y con todo el dolor de su corazón se ha comido a los animales que le han acompañado en su empresa-, el capitán Scott no tiene más interés que seguir escribiendo en su diario. Su empeño es tan grande porque es consciente de que, cuando esas páginas se encuentren, darán cuenta a la humanidad de su triste hazaña.
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El tren sellado, dedicado a Lenin, viene a dar noticia de cómo el paladín del proletariado, pese a que está a punto de poner en marcha la revolución soviética, pasa completamente desapercibido en Suiza. Tanto es así que, llegado el momento de partir hacia Rusia, en octubre de 1917, su tren pasa por Alemania con toda normalidad, sin que las autoridades del país le detengan.
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Finalmente, Wilson fracasa viene a contarnos la derrota del presidente estadounidense aludido en el título en su empeño de poner en marcha una sociedad de naciones -en la que se atisba un precedente de la ONU- que garantice una paz duradera tras la Gran Guerra europea. Pese a que todo son propósitos de enmienda tras el conflicto, los subrepticios intereses de las distintas diplomacias, incluso los de la política estadounidense, harán que este antecesor del Marshall del famoso plan tenga que volver a América sin haber conseguido nada.
Publicado el 19 de marzo de 2011 a las 15:30.